Para los dominicanos, la desproporción entre ricos y pobres que se observa a simple vista en nuestras calles resulta un panorama común, nada del otro mundo. Estamos acostumbrados a observar cómo conviven la pobreza extrema y la opulencia inaudita.
De milagros e infiernos — Reflexiones
En los atascos se aprecia más que en muchos otros lugares esa diferencia. Pero en estos días aprendí que ese abismo puede no ser tan grande como parece.
Estábamos en un tapón, de esos célebres que casi sellan las calles durante las horas pico. Hacía tanto calor que se percibía aún a través de los cristales desde la comodidad del aire acondicionado. En la calle, delante de mi vehículo, iba un Toyota Corolla negro.
Lo guiaba una mujer y en el asiento trasero viajaba una niña vestida con el uniforme de un colegio.
Dos mundos, pensaba yo mirando a la gente dentro de los carros y a la que estaba afuera, revoloteando entre el humo, los neumáticos, las jeepetas y los vehículos de “clase media” como el Toyota Corolla, a cuyas ocupantes observaba, porque no tenía más remedio.
La falta de equidad y de justicia
También miraba con ojo crítico el entorno: la falta de equidad y de justicia.
También, la indiferencia de nosotros, debía incluirme, los que andábamos montados con los cristales subidos y los otros, los que tragaban el humo de nuestros carros, acuñaban en sus pieles la inclemencia de los rayos del sol y luchaban entre ellos por una moneda.
Observé con particular atención a un niño descalzo y sucio que iba tocando cristales con poca suerte. Nadie bajaba la ventanilla.
Hacía la señal de uno, un peso, con el índice, pero aún así, ningún cristal se movía. “Una mala hora para pedir”, pensé. “Con este calor y la prisa”.
El muchachito cambió la “seña” en lugar de mostrar el índice, cuando tocaba los cristales, con una mano señalaba su estómago y con la otra la boca indicando que tenía hambre.
Entonces llegó a la ventanilla del Toyota Corolla negro. Tocó el cristal del chofer.
La conductora no le abrió
Ya el niño se iba cuando, lentamente, se fue bajando la ventanilla trasera del carro, justo detrás del asiento del conductor. El niño se detuvo y miró, con expresión de duda, a la ocupante del asiento, una niña como de seis años que, como dije antes, llevaba el uniforme del colegio.
La muchachita, al parecer, le pidió que esperara un momento.
Él se quedó de pie junto a la ventanilla y yo vi a aquella niñita abrir su lonchera y sacar algo. Me interesé por la escena.
Tenía curiosidad en saber qué le pasó la chiquilla privilegiada, con la comida segura, colegio privado y un vehículo cómodo que la recoge y lleva a clases cada día, a aquel niño presa del infortunio, descalzo y solo a pleno sol tratando de sobrevivir.
El agitó en el aire lo recibido como un trofeo. Era un pan envuelto en una servilleta.
De seguro, parte de una merienda tan abundante que no fue necesario consumirla toda. Cuando el niño cruzaba junto a mí con su pan, bajé el cristal y le pregunté si se lo iba a comer. Respondió “claro,” y lo vi sonreír.
El semáforo cambio mientras me esforzaba por retener los detalles del Toyota negro, como ocurre cuando alguien hace una imprudencia y juro que escribiré una columna al respecto, pero esta vez, por suerte, se trataba de una buena acción. Un milagro de amor en medio del infierno de un tapón al mediodía.
Alicia Estévez
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